Bulo

Íbamos todos los jueves por la tarde al Bulo. Nos gustaba tender la sábana verde en el piso, cerrar la cortina del fondo y escuchar a Satié en la radio vieja. No había nada más en esa casa fugitiva del tiempo, perdida al fondo de una quebrada del puerto. Ella fumaba sus "pitos tranquilos". Yo miraba bocarriba siempre la misma grieta en el techo. No era necesario arreglarla. Nos gustaba el aspecto ajado, insolente, discreto de nuestro Bulo. Nunca lo limpiábamos. Nadie sabía que íbamos ahí cada semana. Yo llevaba cervezas, vino o galletas saladas, lo que fuese. Hablábamos un rato de la vida. Luego ella se abalanzaba sobre mí. Me pedía que no me moviera, que imaginara que había más gente en la casa. Yo asentía. La obedecía en todo. Gemíamos en silencio, a veces gritábamos como desesperados. Terminábamos mirando la bahía, desnudos. Al rato nos vestíamos y partíamos sigilosos. Así estuvimos, sin treguas, por dos años y medio. Un jueves llegué puntual como siempre. Pasaron 10, 15, 30 minutos. Ella no llegó. Tampoco el jueves siguiente. Nunca más volvería a aparecer. A los dos meses cerré el Bulo para siempre. Adentro dejé el viejo colchón de lana, la sábana verde, las botellas empolvadas, la vieja radio en que escuchábamos a Satié, las colillas perdidas y la grieta en el techo. Los testigos ausentes de ese paréntesis, entre bocanadas y besos, que nunca acabó con su anonimato.