sábado, 29 de diciembre de 2007

Café Mosqueto


Marcelo siempre dirigía casi con cronómetro su rutina de los martes. Me llamaba a las 11 en punto, me contaba que estaba "colapsado de pega", aclaraba su garganta unas cinco veces y se despedía con un "nos vemos a las 6 en el Mosqueto". Yo casi no podía negarme. Era su mejor amigo, tal vez el único. Y aunque debía escuchar siempre su monocorde y detallada lista sobre cuántos se había tirado en la semana, para luego sentirse miserablemente solo, me entretenía. Marcelo era lo opuesto a mí y, tal vez, en mis deseos más ocultos, me habría gustado ser como él: un tipo guapo, seguro, exitoso, creativo y agudo.

El ritual de Marcelo, sin embargo, fue distinto ayer. Contrario a su religiosa puntualidad, llegó 15 minutos tarde, con los ojos hinchados y con un tembloroso cigarro colgando desde los labios.

- ¿No era que habías dejado el cigarr....

No alcancé a terminar. Dejó su notebook a un lado. Esta vez no lo encendió para mostrarme la foto de su última conquista, sino para leerme en voz baja un mail de Antonio. El amor de su vida, el único hombre al que había amado más allá de una noche de fugacidades y copas, se había cansado de esperarlo. Antonio, el mismo nombre recurrente que Marcelo guardaba para el final de sus conversaciones más emotivas, esa reserva que pretendía abordar cuando se cansara de los ritmos del trabajo, la evasión y la noche, se había enamorado y no quería saber más de él. Le pedía distancia por el bien de ambos.

Y así, como si fuese un niño al que le quitan su juguete nuevo, mi amigo el conquistador, el adicto a los gimnasios, el soltero más codiciado de su oficina, el más envidiado del grupo, se derrumbó frente a mis ojos. Lloró por horas y sin abrir la boca. Me pidió que le hablara de mí, de mi rutinaria vida de profesor o escritor frustrado, mientras me miraba, sin tocar una gota de su Submarino, como si estuviese en un lugar remotamente lejano. Me rogó arrullarlo con mis palabras, mientras caminábamos por Merced hacia su casa, donde lo dejé con una sonrisa triste. Al otro día me llamaron de su oficina para preguntarme si había sabido de él, si había pasado la noche en mi casa. Temí lo peor. Y tuve razón. Horas más tarde, la policía había ingresado a su lujoso loft de Kandinskis, muebles de moda y bonsáis. No había nadie más que él, colgado desde una viga. Envolvieron su cuerpo en una bolsa tan negra como la pena que devolvió a mi amigo a su soledad más amarga. La misma ausencia que detuvo para siempre su sonrisa cronometrada.

6 comentarios:

ALE dijo...

cómo me haces leer algo tan triste :(

ahahah... na.. me dio pena!!!

pobrecito marcelo :(

cuidate... y q el próximo cuento sea alegre.. ya? o un poquito más esperanzador...

EN TODO CASO ESCRIBES LA RAJA :)

chau


ALE:)

Violeta z dijo...

Cuántas soledades ocultas en las compulsiones... Cuanta angustia... acallada en un grito sordo.
Qué triste...
Me gusta mucho el barrio donde ambientas este cuento.
Besotes

smokedeyes dijo...

Pucha el cuento pa triste!!!!!!!

mmmm el Mosqueto, el notebook, el loft y los Kandinskys... uffff que posero este Marcelo!!!!!!!!!!!

la entrada liberada dijo...

que en paz descanse...

Siempre quise saber si una persona así sufre por lo que hace,
.
.
.
aun me quedan dudas

Anónimo dijo...

me hizo acordar parte de la historia k te conté de EDU.. en fin..
pero yo no podría llegar a ese límite si fuese exitoso y tuviera todo....

se k a vece el tenerlo todo no es lo unico....

a veces con 1 poco es mucho más que suficiente.....

bonita hitoria..... me gustó mxo


como me gustas tú....

Worldvision dijo...

Muchas gracias por tus historias, de verdad me he quedado un rato pegado leyendolas.

Agradezco esta instancia

Saludos
ROD